Los marinos somos gente propicia a contar innumerables anécdotas hasta el punto en que algunas, a base de repetirse, se han convertido en leyendas. Una de esas leyendas, que la ciencia ha demostrado ser realidad, es la presencia de “rogue waves” en la mar, o dicho en otras palabras, olas gigantes.
Ahora que se cumplen 13 años desde el fatal desenlace del Prestige y con la frialdad y reflexión que nos da todo este tiempo, incluyendo el juicio de la causa, las olas enormes o gigantes vuelven a la palestra y se postulan como una de las causas que provocaron el desastre, si bien no fue la única. Lo del Prestige bien podría responder al título de aquella película de Brad Silberling, “Una serie de catastróficas desdichas”.
De la leyenda a la realidad
Apostolos Mangouras, quien fuera el último capitán del Prestige, alegó en su defensa que dentro del temporal que en fecha del 13 de noviembre azotaba la costa gallega se apreciaron olas de mayores dimensiones a la altura significativa de ola declarada. En el juicio los abogados dieron descrédito a sus afirmaciones, hasta el tiempo de alegar que eran elucubraciones de marinos (faltó añadir que al igual que las sirenas). Sin embargo, como se dice en Galicia, “haber las hay”.
Se las conoce como olas gigantes, “monster waves”, “freak waves” o “rogue waves”. En todas las voces se pone de manifiesto la magnitud y nos permite hacernos una idea de cuán mal augurio puede suponer para un capitán o un patrón encontrarse con una de estos muros de agua en la mar.
Publicaciones y relatos de capitanes escritos desde el siglo XV apuntan a que en medio del temporal en ocasiones aparece como de la nada un enorme muro de agua blanco con desplazamiento rápido y continúo formando una gran barrera insalvable y cuya altura supera con creces a la media de las olas soportadas. A la gran ola precede un seno proporcional que hace que el barco tome escora en busca de la ola, enfrentando la cubierta, por contra del costado, y dejándolo en una comprometida situación a la estabilidad transversal con un brazo de estabilidad GZ ya forzado. Sin tiempo a recuperarse la embarcación es golpeada por su costado escorado, embarcando sobre cubierta buena parte de los millones de litros de agua que se desplazan impasibles por la mar. La tripulación poco puede hacer más que confiar en que la estructura del barco resista y la estabilidad no haya sido dañada irremediablemente.
Este tipo de olas no solo se dieron el fatídico día del 13 de noviembre en que el Prestige quedó al garete prácticamente, sino que se sabe de ellas y se tiene constancia científica de su presencia.
El hecho constatado se anotó en el primer día del año 1995. La plataforma petrolífera Draupner, situada en el Mar del Norte, soportaba un temporal con altura de ola significativa de 11 metros cuando uno de los láseres instalados a conciencia para detectar el oleaje hizo saltar las alarmas. Una ola de 25,6 metros, más del doble que la altura significativa, se dirigía a irremediablemente hacia la plataforma.
Otro testimonio lo aporta el que fuera capitán del Queen Mary en 1942. Por entonces el barco se dedicaba al transporte de tropas aliadas para combatir en Europa. Navegando por el Atlántico Norte, con 15000 soldados a bordo, una ola de 28 metros golpeó al buque, llegando a tumbarlo hasta una peligrosa escora de 50º. Afortunadamente dentro de los criterios de Rahola, lo que permitió que el buque volviera a estar adrizado, no sin esfuerzo.